Por Ricardo Rojas
Diario La Nación, de Bs. Aires, 18 de
marzo, 1921.
En la escena del
Politeama apareció anoche un coro santiagueño, traído expresamente por su
director, D. Andrés A. Chazarreta, para ofrecer a la ciudad cosmopolita la
sensación auténtica del arte popular argentino.
Cuando se
descorrió el telón apareció en el fondo un paisaje de la tierra nativa. El
tablado fingía un antepatio de los ranchos donde suelen realizarse las fiestas
del pueblo, y a su vera se alzaba la choza de quincha en donde habita el gaucho
del bosque. Rodeaban esa cancha los personajes del coro: los músicos a un lado,
con sus típicos instrumentos; del otro los bailarines, con sus policromas
vestiduras; y en un rincón, la vieja hacendosa junto al mortero de quebracho,
que es como un símbolo del hogar en aquella selva dulcísima.
Los músicos,
siendo ya gente más civil, vestían el traje urbano, pero los protagonistas de
la danza, jornaleros del pago, venían trajeados como para un domingo, según la
usanza regional. Los gauchos, sobriamente de negro, con chambergo aludo, blusa
abotonada y bombacha que ceñía la caña de la bota. Si es que había alguno de
chiripá, ese mostraba calzoncillo blanco, sin criba en la boca del pernil, y
casi todos llevaban, como única nota de color, un pañuelo ce- leste atado al
cuello, como al desgaire. Las mujeres, en cambio. Estaban lucientes, como las
primaveras o las aves del bosque, con sus flores, sus vinchas, sus golillas,
sus corpiños estrechos, sus anchas polleras de percal floreado. Los tipos eran
todos morenos, con el atávico resabio de las razas indígenas, como si nos
dieran con orgullo a descifrar en sus rostros el misterio profundo de sus
almas, el secreto de la rara belleza que venían a enseñar.
El selecto
auditorio – reunido para una audición privada – sintióse de pronto sorprendido.
Pasó por la memoria de tal cual espectador la visión de las telas de Gutiérrez
Gramajo, el pintor santiagueño, intérprete fidelísimo de aquella misma
realidad. Hace más de quince años, en mi libro El país de la selva, yo había
pintado también esos paisajes, esos tipos, esas costumbres populares de la
tierra donde viví mi infancia. Al contemplar la escena del Politeama, comprendí
que estábamos en aquella penumbra deleitable de la emoción colectiva que es el
folklore, cuando el espíritu humano va a salir de la realidad para
transfigurarse en las esferas del arte. Al comenzar la función, el cuadro vivo,
antes inmóvil, se animó de voces y movimientos. La forma cobró un alma. La fila
de personajes avanzó con paso lento hacia el auditorio, precedido por la
cantora Patrocinio Díaz, que entonaba con voz penetrante los versos de una
vidala, coreados por aquella masa hombres y mujeres, como en un drama
primitivo. Algunos traían la caja de las fiestas, percutiendo lánguidamente el
ritmo de la marcha y de la canción. La tierra antes muda adquiría lenguaje,
entrando en la historia por la palabra del hombre.
Temblaban en el
aire las notas místicas del arpa, instrumento característico de la región;
vibraba el violín, como suele a veces cuando lo tañen en la Salamanca y la
brisa nocturna lo lleva por entre las ramas del monte; cantaba en la flauta un
eco de las quenas autóctonas, como sobrevivencia espiritual de las razas que
abatió la conquista; bordaban su acompañamiento las guitarras, como una
reminiscencia de las tradiciones andaluzas; puntuaba el bombo sus acentos
profundos, como si en él resonara el corazón de la selva dormida en la noche, y
todo aquello se fundía en un solo concierto con las actitudes y las voces – las
voces graves de los rústicos mancebos, las voces finas de las dolientes
doncellas – espiritualizando a la tierra natal por el misterio del hombre y
divinizando al hombre por el misterio del arte. Eso que allí veíamos era lo
mismo que los griegos habían visto en el coro dionisíaco, el primitivo drama
rústico del cual nació la tragedia.
Hubiera sido
absurdo que el auditorio de críticos congregado en el teatro porteño, no
intuyese, bajo esas formas sencillas, al genio de vida y de belleza que en
ellas alentaba La sala se sintió sobrecogida. La primera sorpresa tornóse
franca emoción. Las almas se estremecieron, irguiéronse las cabezas,
abrillantáronse los ojos; los aplausos resonaron frenéticos, sin que cesaran ya
de repetirse en otros números del singular espectáculo, sobre todo cuando se
representaron los bailes regionales, de tanta variedad e intención; o cuando el
señor Chazarreta mostróse gran virtuoso en la guitarra, o cuando, cerrando el
espectáculo, se oyó una nueva vidala más intensa que la primera. Algunas frases
de la señorita Díaz: ¡Soy santiagueña: ¡bésame Sol! Dichas con cálida y
graciosa ingenuidad; y algunas frases del coro que comentaba la vidala: Yo soy
el alma de estos lugares, dicha con gravedad religiosa, esclarecieron del todo
el hondo significado del misterio báquico al cual asistíamos. De otro carácter,
menos lírico y más dramático, fue la emoción que suscitaron las danzas.
Tuvo la pampa un
baile: el pericón, en cuya ronda melodiosa vibra el cordial sentimiento del
gaucho ríoplatense, que en la ociosa abundancia de otros días, hizo de sus
pagos una auténtica Arcadia. Tiene también su baile nuestra ciudad cosmopolita:
el tango, en cuya apretada cópula se ondula o quiebra en sensual orgasmo la
urgencia posesiva de las gentes nuevas. El pericón y el tango han entrado ya en
el arte teatral y en los salones, adquiriendo una suerte de ciudadanía estética.
Pero esta coreografía que nos viene del norte es distinta del pericón y del
tango. Por su variedad de especies y por sus matices de emoción, no sabríamos
prever cuál de todos ellos conquistará la preferencia del público. En mi
Historia de la literatura argentina he estudiado nuestras especies
coreográficas, lo que ellas significan como alegorías dramáticas del destino y
del amor.
No repetiré aquí
lo que de ellas tengo dicho en aquel libro, pero sí llamaré la atención sobre
dos tipos de danza que el repertorio del Politeama nos presenta. La
nomenclatura de los bailes del norte argentino sugiere claramente la intención
de sus símbolos: el prado, es la invitación galante; el escondido, la esquivez
femenina; la zamba, el cortejo erótico; La chacarera, El gato, El marote,
remedan el frenesí del amante con su zapateo que se parece a los circulares
asedios del gallo; El triunfo, es ya la conquista epónima, coronamiento de la
dulce aventura. En dichas danzas, las partes de la pareja no van unidas por el
abrazo, y antes, por el contrario, hay en la mímodia tal recato gentil, salado,
a veces de malicia, que junto con la gracia de las mujeres, impresiona en ellas
la delicadeza cortés de las varones. Acaso, entre todas, sea la zamba la que
está destinada a un éxito mayor, por la voluptuosidad de la música y la
elegancia de los gestos; sin excluir, por ello, a los bailes de zapateado, que
aunque son más difíciles, suelen arrebatar a bailantes y espectadores en la
loca agilidad de sus movimientos. Ha de llamar la atención de nuestro público –
y ya lo impresionó ayer en el Politeama – la pieza que se llama el malambo,
baile extraño por su nombre y por su composición, pues no entran en él mujeres,
y lo miman tres hombres solos.
Todas las danzas
populares tienen su significado (comúnmente erótico), y paréceme que el del
malambo sea la rivalidad de dos o más galanes que se disputan una dama, ausente
en la figara, pero quizás presente en la rueda que los contempla. La música es
monótona, consistente en pocos compases, que se repiten mientras dura la danza,
o sea el combate de los rivales; y esa monotonía sugiere ya la obstinación de
aquellos tres enamorados. Bailan éstos por turno, como en la tensión lírica
suelen cantar por turno los payadores; no hay un dibujo determinado, y la
gracia consiste en no repetir los movimientos; de suerte que los pies van
diciendo la alegría, la impaciencia, la burla, el furor, la esperanza o la
desesperanza de aquellas almas en celo, hasta que alguno se retira maltrecho de
la contienda, y alguno queda dueño del campo. Así resulta este pequeño drama
una continua creación, piedra de toque del ingenio y de la destreza.
En la compañía
del Politeama impresionome, de los tres bailantes, el uno por su alada
elegancia, el otro por su vigorosa habilidad, el último por su malicia
burlesca, pues con tal claridad mostrábanse en los pies las almas,
descubriéndose al propio tiempo en esos rítmicos rasgos los caracteres más
comunes del alma santiagueña. El público los aplaudió con justificado
entusiasmo, y los más inteligentes espectadores no dejaron de notar la analogía
de aquéllos con ciertos bailes populares de Rusia, ni las posibilidades
estéticas del malambo como espectáculo escénico, para el día en que esa
virginal materia folklórica sea enaltecida por nuestros artistas decoradores. A
más del coro de las vidalas y de los bailes nombrados, consiste el repertorio
de esta empresa genuinamente argentina en canciones regionales de la señorita
Díaz y en la obra musical del señor Chazarreta, autodidacta y folklorista de
mérito, a quien la República debe la recolección de estas músicas populares y
la tentativa de transplantar el repertorio estético de nuestros campos a la
escena teatral de las ciudades. Obra tan meritoria, de enorme trascendencia
para la nacionalidad, merece el apoyo del pueblo, de cuyo espíritu vienen esas
creaciones, y de las clases ilustradas, de cuya previsión depende el porvenir
de la patria. El espectáculo que hoy se ofrece al público de Buenos Aires no
defraudará ni la curiosidad, ni la emoción de quienes vayan a verlo con
simpatía. El arte, como la vida, ofrece a los hombres algo de lo que cada uno
lleva en su propio corazón. Si alguno resultara defraudado, es porque fue con
el corazón vacío.
El conjunto
folklórico organizado por Chazarreta con arduos afanes y sin apoyo oficial, es
un trozo de la vida del interior transplantado a la ciudad cosmopolita. A
fuerza de ser una cosa vernácula, resultará para muchos exótica; los que saben
sentir, hallarán en ella la ingenua emoción del arte popular, que es como el
canto del boyero o el aroma de las flores del aire; los que saben comprender,
verán que aquella síntesis de música, baile y poesía, es la misma de que se
generó la tragedia helénica, la misma que Wagner admiró como la más pura fuente
de su doctrina y de la cual decía Lichtemberge, glosando la obra wagneriana: No
es la creación artificial y subjetiva de un individuo de genio, sino el
producto de la colaboración del artista con el pueblo. Y puesto que aspiramos a
tener un arte glorioso, como signo eminente de nuestra nacionalidad, no
olvidemos esa experiencia de todos los grandes pueblos, según la cual
necesitamos conservar y elaborar el arte nativo para cuando haya de venir el
genio creador que habrá de fecundarlo en la obra definitiva.
Yo guardo gratitud
a quienes han recogido nuestras leyendas, que son la superación de la historia,
y nuestros mitos, que son la flor de la leyenda, así como a los que han
descubierto la belleza de nuestra tierra, sus tipos, sus costumbres. De esas
humildes raíces viven los pueblos que aspiran a ser protagonistas en la
historia y a dar nuevas formas del arte a la civilización. Por eso creo que las
provincias, como Santiago del Estero, donde esa fuente espiritual se ha
conservado tan pura, valen tanto para la nacionalidad argentina como las que
cuentan en monedas de oro la numerosidad de sus ganados.
Por eso, al oír
aquellas músicas del Politeama, se me humedecieron de emoción los ojos, porque
me parecía que llegaban ya los días de la promesa, los días de un arte abrevado
en los hontanares de nuestro pueblo, tal como tantas veces me lo había
anunciado allá en mi tierra aquel coro como de las selvas y de las montañas.-
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