jueves, 17 de septiembre de 2020

"EL CORO DE LAS SELVAS Y DE LAS MONTAÑAS"

 Por Ricardo Rojas

Diario La Nación, de Bs. Aires, 18 de marzo, 1921.

 

En la escena del Politeama apareció anoche un coro santiagueño, traído expresamente por su director, D. Andrés A. Chazarreta, para ofrecer a la ciudad cosmopolita la sensación auténtica del arte popular argentino.

Cuando se descorrió el telón apareció en el fondo un paisaje de la tierra nativa. El tablado fingía un antepatio de los ranchos donde suelen realizarse las fiestas del pueblo, y a su vera se alzaba la choza de quincha en donde habita el gaucho del bosque. Rodeaban esa cancha los personajes del coro: los músicos a un lado, con sus típicos instrumentos; del otro los bailarines, con sus policromas vestiduras; y en un rincón, la vieja hacendosa junto al mortero de quebracho, que es como un símbolo del hogar en aquella selva dulcísima.

Los músicos, siendo ya gente más civil, vestían el traje urbano, pero los protagonistas de la danza, jornaleros del pago, venían trajeados como para un domingo, según la usanza regional. Los gauchos, sobriamente de negro, con chambergo aludo, blusa abotonada y bombacha que ceñía la caña de la bota. Si es que había alguno de chiripá, ese mostraba calzoncillo blanco, sin criba en la boca del pernil, y casi todos llevaban, como única nota de color, un pañuelo ce- leste atado al cuello, como al desgaire. Las mujeres, en cambio. Estaban lucientes, como las primaveras o las aves del bosque, con sus flores, sus vinchas, sus golillas, sus corpiños estrechos, sus anchas polleras de percal floreado. Los tipos eran todos morenos, con el atávico resabio de las razas indígenas, como si nos dieran con orgullo a descifrar en sus rostros el misterio profundo de sus almas, el secreto de la rara belleza que venían a enseñar.

El selecto auditorio – reunido para una audición privada – sintióse de pronto sorprendido. Pasó por la memoria de tal cual espectador la visión de las telas de Gutiérrez Gramajo, el pintor santiagueño, intérprete fidelísimo de aquella misma realidad. Hace más de quince años, en mi libro El país de la selva, yo había pintado también esos paisajes, esos tipos, esas costumbres populares de la tierra donde viví mi infancia. Al contemplar la escena del Politeama, comprendí que estábamos en aquella penumbra deleitable de la emoción colectiva que es el folklore, cuando el espíritu humano va a salir de la realidad para transfigurarse en las esferas del arte. Al comenzar la función, el cuadro vivo, antes inmóvil, se animó de voces y movimientos. La forma cobró un alma. La fila de personajes avanzó con paso lento hacia el auditorio, precedido por la cantora Patrocinio Díaz, que entonaba con voz penetrante los versos de una vidala, coreados por aquella masa hombres y mujeres, como en un drama primitivo. Algunos traían la caja de las fiestas, percutiendo lánguidamente el ritmo de la marcha y de la canción. La tierra antes muda adquiría lenguaje, entrando en la historia por la palabra del hombre.

Temblaban en el aire las notas místicas del arpa, instrumento característico de la región; vibraba el violín, como suele a veces cuando lo tañen en la Salamanca y la brisa nocturna lo lleva por entre las ramas del monte; cantaba en la flauta un eco de las quenas autóctonas, como sobrevivencia espiritual de las razas que abatió la conquista; bordaban su acompañamiento las guitarras, como una reminiscencia de las tradiciones andaluzas; puntuaba el bombo sus acentos profundos, como si en él resonara el corazón de la selva dormida en la noche, y todo aquello se fundía en un solo concierto con las actitudes y las voces – las voces graves de los rústicos mancebos, las voces finas de las dolientes doncellas – espiritualizando a la tierra natal por el misterio del hombre y divinizando al hombre por el misterio del arte. Eso que allí veíamos era lo mismo que los griegos habían visto en el coro dionisíaco, el primitivo drama rústico del cual nació la tragedia.

Hubiera sido absurdo que el auditorio de críticos congregado en el teatro porteño, no intuyese, bajo esas formas sencillas, al genio de vida y de belleza que en ellas alentaba La sala se sintió sobrecogida. La primera sorpresa tornóse franca emoción. Las almas se estremecieron, irguiéronse las cabezas, abrillantáronse los ojos; los aplausos resonaron frenéticos, sin que cesaran ya de repetirse en otros números del singular espectáculo, sobre todo cuando se representaron los bailes regionales, de tanta variedad e intención; o cuando el señor Chazarreta mostróse gran virtuoso en la guitarra, o cuando, cerrando el espectáculo, se oyó una nueva vidala más intensa que la primera. Algunas frases de la señorita Díaz: ¡Soy santiagueña: ¡bésame Sol! Dichas con cálida y graciosa ingenuidad; y algunas frases del coro que comentaba la vidala: Yo soy el alma de estos lugares, dicha con gravedad religiosa, esclarecieron del todo el hondo significado del misterio báquico al cual asistíamos. De otro carácter, menos lírico y más dramático, fue la emoción que suscitaron las danzas.

Tuvo la pampa un baile: el pericón, en cuya ronda melodiosa vibra el cordial sentimiento del gaucho ríoplatense, que en la ociosa abundancia de otros días, hizo de sus pagos una auténtica Arcadia. Tiene también su baile nuestra ciudad cosmopolita: el tango, en cuya apretada cópula se ondula o quiebra en sensual orgasmo la urgencia posesiva de las gentes nuevas. El pericón y el tango han entrado ya en el arte teatral y en los salones, adquiriendo una suerte de ciudadanía estética. Pero esta coreografía que nos viene del norte es distinta del pericón y del tango. Por su variedad de especies y por sus matices de emoción, no sabríamos prever cuál de todos ellos conquistará la preferencia del público. En mi Historia de la literatura argentina he estudiado nuestras especies coreográficas, lo que ellas significan como alegorías dramáticas del destino y del amor.

No repetiré aquí lo que de ellas tengo dicho en aquel libro, pero sí llamaré la atención sobre dos tipos de danza que el repertorio del Politeama nos presenta. La nomenclatura de los bailes del norte argentino sugiere claramente la intención de sus símbolos: el prado, es la invitación galante; el escondido, la esquivez femenina; la zamba, el cortejo erótico; La chacarera, El gato, El marote, remedan el frenesí del amante con su zapateo que se parece a los circulares asedios del gallo; El triunfo, es ya la conquista epónima, coronamiento de la dulce aventura. En dichas danzas, las partes de la pareja no van unidas por el abrazo, y antes, por el contrario, hay en la mímodia tal recato gentil, salado, a veces de malicia, que junto con la gracia de las mujeres, impresiona en ellas la delicadeza cortés de las varones. Acaso, entre todas, sea la zamba la que está destinada a un éxito mayor, por la voluptuosidad de la música y la elegancia de los gestos; sin excluir, por ello, a los bailes de zapateado, que aunque son más difíciles, suelen arrebatar a bailantes y espectadores en la loca agilidad de sus movimientos. Ha de llamar la atención de nuestro público – y ya lo impresionó ayer en el Politeama – la pieza que se llama el malambo, baile extraño por su nombre y por su composición, pues no entran en él mujeres, y lo miman tres hombres solos.

Todas las danzas populares tienen su significado (comúnmente erótico), y paréceme que el del malambo sea la rivalidad de dos o más galanes que se disputan una dama, ausente en la figara, pero quizás presente en la rueda que los contempla. La música es monótona, consistente en pocos compases, que se repiten mientras dura la danza, o sea el combate de los rivales; y esa monotonía sugiere ya la obstinación de aquellos tres enamorados. Bailan éstos por turno, como en la tensión lírica suelen cantar por turno los payadores; no hay un dibujo determinado, y la gracia consiste en no repetir los movimientos; de suerte que los pies van diciendo la alegría, la impaciencia, la burla, el furor, la esperanza o la desesperanza de aquellas almas en celo, hasta que alguno se retira maltrecho de la contienda, y alguno queda dueño del campo. Así resulta este pequeño drama una continua creación, piedra de toque del ingenio y de la destreza.

En la compañía del Politeama impresionome, de los tres bailantes, el uno por su alada elegancia, el otro por su vigorosa habilidad, el último por su malicia burlesca, pues con tal claridad mostrábanse en los pies las almas, descubriéndose al propio tiempo en esos rítmicos rasgos los caracteres más comunes del alma santiagueña. El público los aplaudió con justificado entusiasmo, y los más inteligentes espectadores no dejaron de notar la analogía de aquéllos con ciertos bailes populares de Rusia, ni las posibilidades estéticas del malambo como espectáculo escénico, para el día en que esa virginal materia folklórica sea enaltecida por nuestros artistas decoradores. A más del coro de las vidalas y de los bailes nombrados, consiste el repertorio de esta empresa genuinamente argentina en canciones regionales de la señorita Díaz y en la obra musical del señor Chazarreta, autodidacta y folklorista de mérito, a quien la República debe la recolección de estas músicas populares y la tentativa de transplantar el repertorio estético de nuestros campos a la escena teatral de las ciudades. Obra tan meritoria, de enorme trascendencia para la nacionalidad, merece el apoyo del pueblo, de cuyo espíritu vienen esas creaciones, y de las clases ilustradas, de cuya previsión depende el porvenir de la patria. El espectáculo que hoy se ofrece al público de Buenos Aires no defraudará ni la curiosidad, ni la emoción de quienes vayan a verlo con simpatía. El arte, como la vida, ofrece a los hombres algo de lo que cada uno lleva en su propio corazón. Si alguno resultara defraudado, es porque fue con el corazón vacío.

El conjunto folklórico organizado por Chazarreta con arduos afanes y sin apoyo oficial, es un trozo de la vida del interior transplantado a la ciudad cosmopolita. A fuerza de ser una cosa vernácula, resultará para muchos exótica; los que saben sentir, hallarán en ella la ingenua emoción del arte popular, que es como el canto del boyero o el aroma de las flores del aire; los que saben comprender, verán que aquella síntesis de música, baile y poesía, es la misma de que se generó la tragedia helénica, la misma que Wagner admiró como la más pura fuente de su doctrina y de la cual decía Lichtemberge, glosando la obra wagneriana: No es la creación artificial y subjetiva de un individuo de genio, sino el producto de la colaboración del artista con el pueblo. Y puesto que aspiramos a tener un arte glorioso, como signo eminente de nuestra nacionalidad, no olvidemos esa experiencia de todos los grandes pueblos, según la cual necesitamos conservar y elaborar el arte nativo para cuando haya de venir el genio creador que habrá de fecundarlo en la obra definitiva.

Yo guardo gratitud a quienes han recogido nuestras leyendas, que son la superación de la historia, y nuestros mitos, que son la flor de la leyenda, así como a los que han descubierto la belleza de nuestra tierra, sus tipos, sus costumbres. De esas humildes raíces viven los pueblos que aspiran a ser protagonistas en la historia y a dar nuevas formas del arte a la civilización. Por eso creo que las provincias, como Santiago del Estero, donde esa fuente espiritual se ha conservado tan pura, valen tanto para la nacionalidad argentina como las que cuentan en monedas de oro la numerosidad de sus ganados.

Por eso, al oír aquellas músicas del Politeama, se me humedecieron de emoción los ojos, porque me parecía que llegaban ya los días de la promesa, los días de un arte abrevado en los hontanares de nuestro pueblo, tal como tantas veces me lo había anunciado allá en mi tierra aquel coro como de las selvas y de las montañas.-

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